En defensa propia

Hay una imagen/sensación que no me puedo quitar -y que me estremece cada vez que vuelve a mi memoria- porque resume brutalmente a la Argentina neoliberal.

Corría el año 2002 y volvía con un par de compañeros de trabajo desde la capital hacia el sur del Gran Buenos Aires.

Era un poco más tarde de lo habitual. Y llovía.

Tomamos el tren en Constitución. Y la desolación que nos embargó fue absoluta.

Nos subimos a una de los formaciones destartaladas que todavía funcionaban. Los asientos destrozados estaban todos mojados porque el agua entraba sin piedad por las ventanas y puertas rotas y sin vidrios. Las ventanillas metálicas habían desaparecido hacía rato ya.

Llovía más adentro que afuera del tren. El agua se filtraba por todos lados.

Quedamos los tres amuchados, parados en el medio de un vagón despoblado y casi sin poder decir palabra.

Viajaba poca gente en esas épocas. Se  notaba la falta de trabajo en la escasa cantidad de personas que utilizaba el transporte público.

Las calles de Buenos Aires, apenas caía la noche, se llenaban de cartoneros revolviendo la basura. La iluminación era escasa. Y los transeúntes, fuera de los cartoneros, también.

De todas formas, yo me podía sentir una afortunada. Tenía un trabajo estable y en blanco. Eso sí, a fines del ‘95 la empresa, arbitrariamente, nos había rebajado el sueldo. Y de aumentos no se volvió a hablar. La única posibilidad de incrementar algo los ingresos era trabajando más horas. Y esto era casi una bendición. Porque en otros lugares te podían elevar la carga horaria sin pagarte un peso más.

Parece una película antigua. O una pesadilla lejana. Los gobiernos de Néstor y de Cristina Kirchner se encargaron de desmontar una a una las falacias de que Argentina no podía ser un país un poquito más normal.

Creo que lo que muchos no les perdonan es que los hayan hecho quedar en evidencia, desnudando  su inoperancia, sus mezquindades, su cipayismo consuetudinario.

Y resulta que ahora parece que la pesadilla puede volver disfrazada de imprecisas promesas de cambio.

Doce años de gobiernos kirchneristas naturalizaron en buena parte de la población algo que por mucho tiempo no había sido habitual por estos lares: trabajo, aumentos de salarios, paritarias, ampliación de todo tipo de derechos.

Algunos pasaron todo su vida laboral bajo el kirchnerismo. Y posiblemente ni se les ocurra que el cambio que propone Cambiemos puede poner en serio riesgo  su  trabajo o licuar su sueldo de un plumazo.

Otros quizá tengan la memoria frágil o supongan que lo adquirido no corre riesgo y es hora de probar con algo diferente.

Pero todo parece indicar que, en muchos, ha dado resultado una campaña publicitaria para imponer el producto “CAMBIO”.

Y ahí andan, como arbolitos de la calle Florida, repitiendo –casi como un mantra- esa palabra.

Sin embargo, si los consultamos, no dan demasiadas precisiones sobre lo que quieren que cambie.

Vaya a saber una por qué extraños mecanismos algunos imaginarios logran instalarse en cierta parte de la población.

Lo cierto es que muchos se están dejando seducir por la “revolución de la alegría” que les proponen con estética evangelista, pero no evalúan las consecuencias que un eventual gobierno de derecha podría acarrearnos.

Porque los datos están allí. Solo hay que hacer memoria o investigar un poquito. No pasó hace tanto tiempo. A comienzos de siglo este país estalló. Pero el deterioro de sus tejidos sociales y productivos se venía sufriendo desde mucho antes.

Buena parte de los responsables de ese descalabro hoy forman parte de Cambiemos. Y si se presta atención a las pocas definiciones políticas y económicas que esbozan, es fácil darse cuenta de que no cambiaron en nada.

Entonces, llegamos a una situación en la que, a algunos, las formas no les están dejando ver el fondo.

Pero los globos se pinchan rápido y después será demasiado tarde para lágrimas, parafraseando al programa de Dolina.

¿Puede un pueblo votar en contra de sí mismo?

¿Se puede tropezar más de una vez con la misma piedra?

Lo veremos en poco días.

Y también están los otros: los que dicen que no hay diferencias entre los candidatos y les da lo mismo quien gane.

Y los que irresponsablemente propician el voto en blanco, no midiendo el riesgo que implica la vuelta al pasado o especulando con el “cuanto peor, mejor”.  Tengo malas noticias. La realidad siempre demuestra que cuanto peor, peor.

Por eso, sería importante poder separar la hojarasca y analizar en profundidad las propuestas de cada uno de los contendientes del balotaje.

Y que, el 22 de noviembre, VOTEMOS A NUESTRO FAVOR  y no en contra de nosotros mismos.

Y no debería darnos lo mismo. Porque no es lo mismo.






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