Chucho
Apareció en mi vida un 22 de agosto de 2005, justo el día en que mi vieja cumplía 73 años.
Yo había salido a despedir a una amiga que había venido a saludar a mamá. Era tarde a la noche y se avecinaba una tormenta importante. Y, en medio de la oscuridad, divisé sobre la medianera una cosita negra que se deslizaba y emitía maullidos. Enseguida me detectó amigable, se bajó de la pared y comenzó a pasar entre mis piernas. Cómo no iba a ofrecerle cobijo. Desde entonces, se ganó el mote de “regalito de cumpleaños” de Lía (así se llamaba mi madre) pero terminamos bautizándolo Chucho.
Nunca sé en realidad cómo surgen los nombres de mis gatos. Quizá debería concluir, después de 20 años de convivencia feliz con estas maravillosas criaturas, que ellos lo deciden, como todo lo que hacen. Al principio pensamos en ponerle Cato porque, en sus primeros tiempos en casa, se la pasaba tirándose encima de nosotros, de improviso, como aquel asistente de las películas del inspector Clouseau que pretendía mantener en estado de alerta permanente a su jefe. Pero después se fue imponiendo Chucho. A mamá no le gustaba, porque era el apodo de un conocido de mi viejo que, según ella contaba, no era un buen tipo. Pero a Chucho, como a todo gato que se precie, le importó poco y nada ese detalle ni que el significado de su nombre aluda coloquialmente a los perros. Toda una paradoja. O un buen chiste.
Chucho destacó desde el comienzo por una personalidad particular. A veces se lo notaba revirado, incluso en su mirada. Y siempre fue muy, pero muy celoso; de pelear a mis otros gatos no por malo, sino por celos. O de jodido, nomás. Él siempre pretendió ser el único depositario de mi atención y de los mimos y, a su manera, se lo hacía saber al resto de los integrantes de la familia gatuna.
Así aprendí a quererlo y fuimos conviviendo durante todos estos años. Y así también llegó el momento en que los signos de la vejez empezaron a manifestarse en él como una consecuencia natural del paso del tiempo.
Fue un gatito muy sano, más allá de algún resfrío a algún absceso a causa de sus peleas. Y por eso iba llevando bastante bien su tercera edad. Pero un día, pese a los cuidados especiales que intentaba procurarle, empezó como a apagarse. Se la pasaba durmiendo y tenía pocas ganas de comer. Yo entendí, entonces, que debía dejarlo ir en paz y no intervenir ese inevitable proceso con invasivos tratamientos veterinarios. Y este hecho me sumió en una terrible depresión. La inminente muerte de Chucho venía a confirmarme ese tremendo cierre de ciclo que estaba sufriendo con la partida de mi madre, las noticias de los fallecimientos de personas que marcaron mi vida de distintas formas ─como Jesús Quintero, Pablo Milanés y Hebe de Bonafini─, la despedida de los escenarios del Nano Serrat y la certeza de que ya nada va a volver a ser lo que era después de atravesar estos años de pandemia.
Pero saben qué, un día Chucho se despertó como si nada, con buen apetito y, sobre todo, con ganas de seguir viviendo en este plano. Entonces sí ameritó visita al veterinario. Y, con el paso de los días, fue recuperando peso, movilidad, buen ánimo y hasta mañas que creía perdidas. Y a mí me regresó el alma al cuerpo. Y me volví a aferrar a esa premisa un tanto olvidada es estos tiempos difíciles que atravesamos y que dice que las únicas batallas que se pierden son las que se abandonan.
Por ahora, Chucho elige seguir aquí. Y me mira como diciéndome: “¿Qué te pasa, humana egocéntrica, ¿pensaste que vos ibas a saber mejor que yo cuál era el momento de mi partida? Eso lo voy a decidir yo. No te olvides nunca de que soy un gato”.
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