Elogio de Rosario
A
veces me sucede que tengo la certeza de que voy a amar algo antes de
haberlo conocido. Eso me pasó con Rosario, una ciudad a la que
considero uno de mis lugares en el mundo y en la que me siento a mis
anchas. Yo no camino por Rosario. Fluyo. Mis pies me llevan solos.
Las
causas por las que una se entrega al amor son difíciles de explicar.
El amor simplemente se siente. Aunque en el caso particular de
Rosario podría llegar a mentar cierto tipo de herencia intangible.
Es
que allí nació mi abuela materna de casualidad, igual que el Che.
Su padre trabajaba construyendo el
ferrocarril, a comienzos del siglo pasado y, en el momento en que la
parieron, tocó estar en ese punto del país.
Ella
recordaba vivir en el barrio Etchesortu, pero la bautizaron en barrio
Belgrano, precisamente en la iglesia San Antonio de Padua. Muy
cerquita también está Fisherton, donde se levantaron las
residencias de los directivos ingleses del por entonces Ferrocarril
Central Argentino.
Lo
cierto es que estuvo pocos años allí y nunca volvió pero, cuando
tiempo después visitó a unos parientes en Barcelona, la capital
catalana le trajo recuerdos rosarinos.
Y
debo reconocer que, coincidiendo con mi abuela, para mi Rosario es la
más barcelonesa de las ciudades argentinas, más allá de que se la
nombrara como la Chicago autóctona, por motivos que ahora no vienen
al caso.
Pero,
como les contaba, yo sabía que iba a enamorarme de Rosario antes de
conocerla.
Debo confesar que la lista de personalidades oriundas de esta ciudad también aportó lo suyo, comenzando por el legendario Guevara y siguiendo por Olmedo, Fontanarrosa, los integrantes de la mítica Trova Rosarina, Darío Grandinetti, Enrique Llopis…
Además, fue una ciudad que no esperó ser fundada; eligió nacer. Esa irreverencia, más el hecho de que Belgrano -el mejor de todos nosotros, el más rebelde con causa- izara allí por primera vez la bandera, creo que terminaron de darle un toque especial a la Rosario de mis amores.
Y
quizá también algo sumó esa fama de “comuna socialista”, en
épocas en que el progresismo no llegaba a mucho por estos lares.
Sin
embargo, me tomé mi tiempo para ir a visitarla. Quizá por estar
segura de mis sentimientos y a sabiendas de que nos íbamos a
esperar. Y convengamos que mi primera aproximación a ella no fue del
todo emocionante.
Primeros encuentros con la ciudad
Mi
primer encuentro con Rosario fue yendo a Córdoba, en esos
interminables viajes diurnos donde los micros entran y salen de
distintos pueblos y ciudades.
Así,
la primera impresión que tuve fue la de una ciudad larga y gris, que
nunca se termina de atravesar. Pero eso no me amedrentó.
Plaza San Martín y Facultad de Derecho |
Tiempo
después tuve la oportunidad de hacer un viaje relámpago a Rosario y
conté con apenas una tarde para zambullirme en ella.
Y
allí me dí cuenta de que no estaba para nada equivocada con mis
intuiciones. Literalmente, me devoré la ciudad con los ojos. No
podía creer tanta belleza junta. Fue orgásmico.
La
combinación de su particular patrimonio arquitectónico y la
presencia imponente del río conformaron para mi un combo imbatible.
Y
eso que todavía no se había producido la explosión turística de
una ciudad pujante al ritmo del negocio de la soja y de la mejor
calidad de vida que fuimos ganando con el gobierno de Néstor
Kirchner.
Un recorrido imperdible
“Rosario
es el Parque Independencia”, cantaba Lalo
de los Santos hace
tiempo ya.
Palacio Fuentes |
Y -además- es sus edificaciones emblemáticas, fruto de una arquitectura que dio sus mejores muestras desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. Solo como ejemplos arbitrarios menciono al Jockey Club, a La Favorita, a la Bolsa de Comercio, a la terminal de ómnibus Mariano Moreno y a los palacios Cabanellas, Remonda Monserrat y Fracassi. Pero, por sobre todos, al palacio Fuentes, orgullo de los rosarinos.
También
es el Paseo del Siglo, el Boulevard Oroño, la Avenida Pellegrini, y
los barrios Pichincha y Alberdi.
Y
el Monumento a la Bandera, que de tanto verlo terminé por tomarle
cariño y dejó de parecerme tan feo. Y, por supuesto, el Puente
Rosario-Victoria.
Boulevard Oroño |
Y
sus entrañables bares. Y buscar a los galanes en su mesa de El
Cairo, aunque ahora solo quede la versión reconstruida de tan mítico
sitio.
Y
los museos, en particular el de Arte Decorativo (Firma y Odilo
Estévez), junto a la Plaza 25 de mayo, a metros de la Catedral, el
Palacio Municipal y el Edificio de Correos.
O
pasar -cada vez que voy- por la intersección de Buenos Aires y San
Juan, para ver si en el frente de la panadería La Victoria sigue
leyéndose, pintado en aerosol, Hasta y Siempre.
O
sumergirse en la Bajada Sargento Cabral hasta dar con la Fuente de
las Utopías y el edificio de la Aduana y contemplar desde allí esa
casa con la enredadera encadenada eternamente a su frente. Este es,
sin dudas, el lugar más especial de Rosario.
El río, Central, Newell`s
Y,
por supuesto, el río. Si el Paraná es
el río más hermoso que jamás haya visto, lo es más aún a la
altura de Rosario. Contemplarlo fluir en su inmensidad es una
sensación muy intensa, difícil de parangonar.
Y
lo bueno es que, cada vez que vuelvo, siempre descubro que
hay un nuevo espacio recuperado para disfrutar del río en
diversas formas. Por ejemplo, comiendo un buen plato de
pescado con vista al Paraná.
Del fútbol, en cambio, puedo contar poco; no es un tema que me apasione. Y los equipos rosarinos tampoco son la excepción. Por eso me mantengo al margen del entusiasmo ante cada clásico, aunque me encantan los motes de leprosos y canallas.
Pero
habrán notado que Messi no integra mi lista de rosarinos preciados.
Y es que, cuando La
Pulga debutó
oficialmente en el Barça, mi romance con Rosario ya llevaba unos
cuantos años...
Corolario rosarino
En
resumidas cuentas diré que, a comienzos del siglo XXI, yo comencé a
saldar mi deuda de amor con Rosario y un enero me instalé por nueve
días en la ciudad, para recorrerla y fotografiarla a raudales hasta
que una tarde, tomando un café en un bar de la peatonal Córdoba, a
la hora en que la gente sale de trabajar, me estresé de tanto
movimiento que vi y retorné a mis pagos gran bonaerenses.
Desde
entonces perdí la cuenta de las veces que regresé. Es que siempre
hay algo nuevo para descubrir en ella, o para revisitar. Porque como
toda gran ciudad, está viva y en constante movimiento, aunque ahora
se la ve un poco deslucida, en consonancia con la situación que vive
el país.
Y
no necesito excusas para volver, aunque a veces me las invento.
Así
pasé gloriosos veintes de junio, en épocas no tan lejanas, donde
había fiesta popular en lugar de vallas. Y celebré los 200 años de
la bandera. O fui a ver a Víctor Heredia en el legendario Teatro El Círculo, para aplaudir
los 35 años de Todavía
cantamos en un
escenario distinto de los que suelo verlo.
No
se cuántas veces más iré a Rosario, pero supongo que serán
muchas. Es una ciudad que disfruto, que me ampara, que me abriga.
Recuerdo cuando una vez, volviendo de Córdoba, luego de un momento
no del todo feliz con una persona que amaba, sentí el impulso de
bajarme en Rosario. Hacía poco tiempo que había fallecido el Negro
Fontanarrosa y, entonces, fui a tomarme un café en su honor a El
Cairo para luego seguir viaje a Buenos Aires, más reconfortada.
Visité
Rosario con amigos y con amores, pero nunca la paso tan bien como
cuando voy sola. Es un diálogo muy íntimo y personal el que
mantengo con ella.
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