Nosotrxs y los miedos

Muchos años más tarde -con permiso de Gabriel García Márquez-, cuando recordemos estos tiempos, seguramente mencionaremos al 2020 como el año que vivimos en cuarentena, a distancia del otrx, en pausa y con barbijo.

Vaya a saber por qué extraños mecanismos mentales vino a mi cabeza en estos días un título: Nosotros y los miedos. Era un unitario argentino que se emitió por televisión hacia finales de la última dictadura cívico-militar. Tuvo su cuarto de hora porque se atrevió a tratar “temas difíciles” después de tanta mordaza. A mí no me gustaba particularmente. Prefería Compromiso -un ciclo similar y apenas posterior- por su elenco y la forma de encarar las historias y temáticas.

Pero bueno, no me acordé del programa en sí, sino que esas cuatro palabras me remitieron a ese recuerdo. Pero son cuatro palabras que me ubican más en la situación actual.

El diccionario de la Real Academia Española define al miedo como:

1. m. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.

2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.

Y temor, terror, pavor, pánico, espanto, horror, alarma, susto, sobresalto, desconfianza son algunos de sus sinónimos o términos asociados a su significado.

Como se ve, el miedo es una sensación que admite diversas variantes y estadios.

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¿A qué le tememos lxs humanxs?

A muchas cosas, por cierto. Y debe haber infinidad de miedos como formas de sentirlos si consideramos a cada persona que hay en este mundo.

Lxs niñxs suelen temer a la oscuridad, a los monstruos o a los fantasmas. Pero eso es de niñxs afortunadxs. Muchxs otrxs hacen del miedo su compañero más fiel: lxs abandonadxs a su suerte, lxs explotadxs, lxs abusadxs, lxs que caen en las redes de tráfico de órganos o de prostitución infantil...

Lxs que tuvimos una infancia más o menos acomodada, a medida que vamos creciendo entendemos que los miedos son más tangibles, cotidianos y terrenales. Miedo a perder el trabajo, a  no llegar a fin de mes, a no poder mantener a la familia o también a sufrir un hecho de inseguridad violento.

Otrxs, a falta (o además) de miedos concretos se los inventan. Así nacen fobias diversas que no resultan fáciles de dejar atrás.

Pero en distintas épocas y regiones también está el miedo a ser desaparecidxs, perseguidxs, torturadxs, censuradxs, expulsadxs o a ser víctimas de las distintas formas de terrorismo e intransigencia que acechan a la humanidad.

Algunas mujeres tienen miedo de que las golpeen, las prendan fuego, las violen, las prostituyan, las mutilen, las lapiden; en definitiva, tienen miedo de que las maten de una u otra forma. Y también temen morirse en un aborto clandestino.

Pero creo que una de las cosas que más miedo provoca en cualquier circunstancia es la incertidumbre. El no saber del todo de qué va ni cómo seguirá la historia. Y mucho de eso hay rondando alrededor del Covid-19.

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Nunca me consideré una persona particularmente miedosa. Sí más bien cautelosa, cuidadosa en el sentido de no tirarme a la pileta si no me cercioro antes de que haya suficiente agua.

De chica, el miedo a la oscuridad o a lo desconocido se desvanecía en cuanto comprobaba que no estaba sola, que había alguien querido cerca para apaciguar mi temor aunque no confesara mis sobresaltos.

Sin embargo, recuerdo un episodio de una serie de ciencia ficción que me dejó profundamente perturbada y que ahora no puedo dejar de ligar con esta situación de pandemia que estamos viviendo y la incertidumbre que genera. Por eso lo trajo mi memoria, seguramente.

Si las neuronas no se me cruzan mal, creo que fue un capítulo del programa La dimensión desconocida (The Twilight Zone). Se hizo entre 1959 y 1964 en los EE.UU. Pero en la TV vernácula se la siguió emitiendo hasta bien entrados los ‘70.

La cuestión es que quedé trastornada por bastante tiempo por esa historia de un pueblo que un día se veía rodeado de niebla y a cuyos habitantes les empezaban a brotar extrañas verrugas en el cuerpo, a causa de unos seres extraterrestres que los contagiaban con el objetivo de no extinguirse, o algo así.

Vaya forma de asustar sin grandes presupuestos ni despliegues de producción. Y es que pasé bastante tiempo vigilando cada mañana si la niebla invadía mi barrio y, cuando aparecía, mi temor aumentaba.

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En mi adolescencia los miedos se diversificaron. Por un lado, el temor al desastre nuclear que se generó hacia el fin de la Guerra Fría, en los ‘80, con Ronald Reagan, Gorbachov, Khadafi…

No sé por qué ese temor que llegaba a través de los diarios, la radio o la tele, fue mucho más fuerte que el de la posibilidad certera de morir si al Reino Unido se le hubiera dado por bombardear Buenos Aires y alrededores durante la Guerra de Malvinas.

Por otro lado, la aparición del SIDA -justo en el momento del despertar sexual- también desencadenó temores. Ahora es casi un tema superado. Sin embargo, a principio de la década del ‘80, cuando nada se sabía de este nuevo virus, la idea de contraerlo y morirse horriblemente no sonaba nada descabellada.

Pero también me asustó, y mucho, mi capacidad de predecir el futuro, sobre todo a partir de sueños que se replicaban rápidamente en la realidad. Uno fue tan vívido y preciso que activó mecanismos que inhibieron, al menos parcialmente, mi capacidad premonitoria.

En esos años de salida de la adolescencia todo era muy determinante y pensé que el futuro ya estaba escrito, que el destino era uno y que no se podía torcer. Y eso me produjo una profunda desazón. Luego fui introduciendo grises en mi vida y me di cuenta de que por más premoniciones que unx tenga, siempre hay distintos caminos para resolver las cosas.

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Hoy no sé cómo terminará esta historia que nos tiene en cuarentena. De momento no puedo predecirlo. Creo que nadie puede.

Estoy en pausa, como suspendida en un eterno presente.

Aunque si ahora rebobino, me doy cuenta de que algo intuí desde varios meses antes de que estallara la pandemia. En medio de la vorágine del día a día, tenía dando vueltas, como en un segundo o tercer plano, una sensación extraña que me atravesaba el cuerpo y el alma. Era algo impreciso que me incomodaba, que me generaba intranquilidad, porque muy difusamente me daba cuenta de que no estaba logrando percibir cómo seguía la historia cotidiana y, a la vez, recibía intermitentes señales de que algo raro podía suceder y trocar la aparente normalidad en la que navegábamos.

De todas formas no tengo miedo. Sí cautela, como siempre. Y, además, soy una eterna optimista. De esas que cree que “todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de la muerte”.

Comentarios

  1. Muy buen escrito, me hiciste acordar de nuestra niñez y adolescencia y de los sueños premonitorios de ambas.

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  2. Muy buen escrito, me hiciste acordar de nuestra niñez y adolescencia y de los sueños premonitorios de ambas.

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