Exorcismo y Réquiem
El 9 de julio de 2007 mi madre vio nevar por primera vez desde una ventana de su casa en el Conurbano Sur de la provincia de Buenos Aires. No quiso salir a interactuar con la nieve.
Quince años después, el 9 de julio de 2022, mi madre murió en un sanatorio también ubicado en la zona sur del Gran Buenos Aires. Una ambulancia debió trasladarla allí de urgencia. Le faltaban un mes y algunos pocos días más para cumplir 90.
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Si me pongo a enumerar todos los acontecimientos que ocurrieron en el período en que mi madre vivió en este plano, la lista se torna infinita. Otro tema es pretender saber a cuántos de ellos logró ella dimensionar. Pero quién puede agenciarse tamaña tarea…
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La infancia de mi madre transcurrió durante la llamada “década infame” y el “fraude patriótico”. Pero ese dato fue irrelevante para una niña que vivía en el barrio de Almagro, concurría a diario al cine y comía caramelos a carradas.
Mi abuela había sido una artista frustrada y pretendió que sus hijas cumplieran ese sueño que ella no había podido alcanzar. Así fue que mi madre, que siempre prefirió el perfil bajo o, mejor aún, ser espectadora en todos, o al menos en casi todos, los órdenes de la vida, terminó estudiando en el Instituto Labardén y hasta cantó tangos en la orquesta infantil Los Porteñitos.
Mientras tanto, se moría Gardel en Medellín, la República Española quedaba hecha trizas tras años de Guerra Civil y Europa comenzaba a hundirse en el nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo su padre, gallego (de Galicia) él, había llegado a la Argentina algunos años antes, quizá corrido por la hambruna de la otra Gran Guerra.
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Pocos días después del brutal bombardeo a Plaza de Mayo, mi madre se casó y, por esas cosas que escapan a mi entendimiento, pasó su luna de miel en el lugar donde había vivido de niña y al que casi a diario volvía para ir al cine: la capital argentina.
Debieron trascurrir 13 años para que yo, su única hija, asomara por este lado sur del planeta. En el ínterin se levantó el muro de Berlín, se declaró la Guerra Fría, se sucedieron golpes militares en Argentina y buena parte de Latinoamérica, triunfó la Revolución Cubana, se cargaron al Che en Bolivia...
Yo era una beba de meses cuando, en los brazos de mi madre, “presencié” la supuesta llegada del hombre a la Luna en un paquidérmico televisor blanco y negro que ya era obsoleto para esos tiempos.
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Pese a que mis abuelos maternos eran peronistas, mi madre adoptó la postura de mi padre que, luego de un primer acercamiento a esta propuesta política (y por alguna cuestión extraña que nunca supo o quiso explicar), enseguida se volvió del lado de los que terminan haciéndole el juego a los que siempre le joden la vida a la mayoría de los humanos.
Mi madre trabajó unos pocos años, de muy jovencita, en el área administrativa de una empresa. Cuando se casó, dejó su empleo y se dedicó a las tareas del hogar. De todas formas, logró jubilarse cuando el peronismo, en su versión kirchnerista del siglo XXI, permitió el acceso a ese beneficio a personas que no habían podido completar sus aportes por motivos diversos.
Para ese entonces, yo había logrado llevarla para mi bando. “Al fin se despertó”, pensé. Si hasta le discutía a mi viejo, que seguía empecinado en su antiperonismo. Hoy, reflexionando sobre los extraños mecanismos mentales por los que siempre transitó mi madre, no sé si la cosa fue tan así. Quizá solo había cambiado a la persona a la cual responder, con la cual “alinearse”. Antes había sido mi papá. Después fui yo.
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Y es que era extremadamente difícil saber qué sentía y qué pensaba en realidad mi madre. La sensación constante era que no se movía por lo que ella en realidad quería o sentía, sino por lo que pensaba que debía ser, querer, sentir.
Estoy convencida de que mi madre tenía un temor patológico a que alguien la cuestionara, la retara, la recriminara si hacía cosas fuera de lo correcto y determinado vaya una a saber por quién. Era como algo que no iba a poder soportar y que debía evitar a cualquier precio.
Y así la sufrí de niña. Hasta que crecí y empecé a rebelarme a sus formas de encarar la vida.
Creo que cuando mi madre entendió que ya no podía dominarme más prefirió, mejor, aliarse tácitamente conmigo hasta terminar cobijada bajo mis alas. Sin dudas era una posición que, estimo, siempre le resultó cómoda y que, sobre todo, le permitía permanecer a resguardo de cualquiera que pretendiera reprocharle algo.
Pero hasta arribar a ese punto, y mientras transcurrían los años de plomo, soporté arbitrariedades supinas, como fiestitas de cumpleaños con invitados elegidos según su criterio, que rara vez coincidía con el mío, o verme obligada a obsequiar flores a mis maestras cada 11 de septiembre y dejar pagando delante de sus narices a las que no habían tenido “la suerte” de tenerme como alumna.
Después llegaron Malvinas, la incipiente democracia de la mano de Alfonsín, el Juicio a las Juntas, los carapintadas, Menem, De la Rúa, el 2001...
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Desde mis 20 años me "hice cargo" de mi madre en lo que a tomas de decisiones en distintos niveles se refería. Ella se adosó a mí y, de diversas formas, depositaba toda la responsabilidad en mi persona.
A partir de mis 40 años, la dependencia comenzó a ser también desde lo físico porque empezaron a aflorar sus múltiples problemas de salud.
Sus últimos 5 años en este plano fueron agobiantes para mí. Sin exagerar, tuve que poner en pausa mi vida para ocuparme de ella. Y todo se agravó con la pandemia.
De alguna u otra manera, aún atravesada por su demencia senil, mi madre siempre se las ingenió para hacerme notar que era mi obligación cuidarla como ella me había cuidado a mi de niña. Estaba convencida de que las cosas debían ser así. Y yo odié esa "certeza inapelable" de mi madre. Pero, a pesar del enojo visceral que sentía, soy del tipo de personas que se hacen cargo. Y, por una sucesión de hechos que no vienen al caso, quedé atrapada en ese limbo.
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El amor por los gatos creo que era de las pocas cosas en las que era auténtica mi madre.Yo de chica detestaba a estos animales porque se comían a los pájaros y yo amaba a mi tero. Pero ella me repetía: “El que no quiere a los gatos es porque no los conoce”. Cuánta razón tenía. Hoy amo profundamente a los gatos. Me entiendo a las mil maravillas con ellos.
A mi madre también le gustaba agasajar a la gente que apreciaba, o a la que quería agradecerle determinadas cuestiones, con las cosas dulces que solía cocinar. Muchos la recuerdan gratamente por ese detalle.
Cuando empezó a ganarla la demencia senil era demoledor verla leyendo una y otra vez las recetas que siempre había hecho de memoria, pero todavía con el impulso por seguir cocinando.
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Mi madre, a veces, fue irresponsable conmigo a pesar de que todo parecía indicar lo contrario.
Cuando tenía unos pocos años, no sé por qué la saqué de quicio y no tuvo mejor idea que pegarme con una bolsa de agua caliente que había terminado de llenar para calentar su cama. Bueno, la bolsa se rompió y yo tuve que padecer una profunda quemadura en mi pierna que llevó varios días de curaciones.
También reaccionaba de una manera irracional cuando yo no quería saber nada con cosas que ella pensaba que eran buenas o divertidas para mí. Podía llegar a sacarse mal y me tildaba de desagradecida. Un día llegó a revolear por el aire una piletita de lona que yo no quería armar, harta de aburrirme sola en los veranos adentro de ese depósito de agua estancada.
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No fue una madre fácil de asimilar y soportar, sin dudas. Se hacía notar por la negativa. Pesaba. A veces sentía que tenía un collar de adoquines colgando de mi cuello. Demandaba mal. Me tiraba siempre con sus fobias y sus miedos.
Solía medir todo en función del que dirían unos pocos siempre imprecisos. "Bajá la música". "No grites, que vas a molestar a los vecinos". "Qué van a decir si te escuchan decir palabrotas", (aunque, con los años, ella se permitió volverse "malhablada"; culpa mía, por supuesto).
“No se puede”. “Dejá”. “Mejor no vayas”. ”Quedate”. “Tené cuidado”. “Fijate bien”. “No vuelvas tarde”. “No pierdas el tren”. Esas eran algunas de las muletillas que me repetía casi como mantras.
Cuando regresé de mi viaje a Cuba, a mediados de los ‘90, y que duró casi un mes, me recibió con un Diario de una madre abandonada, que había escrito en mi ausencia y pretendía que yo leyera.
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Mi madre me llamó Alba en honor a mi madrina. Siguiendo su lógica, creo que pensó que esa debía ser su gran amiga. Pero no sé si, muy en el fondo, la sentía así. Porque, ya al principio de su demencia, dejó de tener ganas de saber de ella. Y un día ya no la nombró más.
Alejandra, mi segundo nombre, se lo debo a la protagonista de Sobre héroes y tumbas. “Me gustó el nombre”, me dijo mi madre. Nunca supe si no entendió lo que leyó o si, en el fondo, me odiaba y lo manifestaba de esas extrañas formas.
La verdad es que no me gustan ninguno de los dos nombres que eligió mi madre para mí. (Evidentemente, mi padre ni cortó ni pinchó en este aspecto). Pero aprendí a convivir con ellos.
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Mi madre casi muere de niña. Una adivina le había vaticinado la muerte de su primogénita a mi abuela y pegó en el palo. Durante días, una neumonía la tuvo ahogada y tiritando de fiebre, hasta que al fin pudo expulsar toda la mucosidad que albergaban sus pulmones en épocas en que los medicamentos no abundaban para solucionar estas enfermedades.
Quizá por eso le quedó un trauma con el frío. Siempre parecía sentir más frío que el que hacía en realidad. El viento era sinónimo de frío para ella y cerraba las ventanas aún en verano para preservarse de las “corrientes de aire”.
Durante toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia me ametralló con consignas del tipo: “No te desabrigues”. “Cambiate si estás transpirada”. “No tomés la bebida fría”. “Dejá calentar el helado en la boca”. “No salgas con el pelo mojado”.
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Mi madre me enseñó a leer y a escribir antes de que yo ingresara a la escuela primaria. No me impuso religión. Y es algo que le agradezco profundamente. Sí me bautizó y no se lo perdoné. Pero calculo que lo hizo solo para que tuviera la madrina que ella suponía que yo debía tener.
Mi madre creía que yo algún día me iba a casar. Guardaba juegos de tazas y pijamas de satén para cuando se diera ese acontecimiento. Y siempre la culpa era mía cuando mis relaciones con los hombres no se daban de la forma en que ella consideraba que debían darse, de acuerdo a las películas que había proyectado en su cabeza.
Mi madre tenía un sentido de la oportunidad (o inoportunidad) escalofriante. Siempre le pasaba algo cuando yo tenía que salir. Justo me quemaba con la plancha mi mejor bombacha…
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Mi madre lloraba con ciertas películas y ciertas canciones. Algunas cosas, evidentemente, le tocaban una fibra íntima y sensible.
La última canción que amó y recordó hasta cuando ya la demencia senil había hecho estragos con ella es El Güije, de Silvio.
Y la última sonrisa que esbozó, cuando ya casi no le quedaba resto, se la dirigió a Jean Luc, su gato adorado.
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Mi madre hizo lo que pudo con los elementos que le dieron la época y la familia en la que nació. Repitió taras, se defendió y se preservó a su modo, como pudo. No sé si fue realmente feliz pero, seguro, tuvo sus buenos momentos.
Mi madre murió junto con un mundo que se está desintegrando tan a la vista de todos que no nos estamos dando cuenta de que ya nada volverá a ser lo mismo luego del coronavirus, el acelere del cambio climático y los últimos manotazos de ahogado de un capitalismo impiadoso y angurriento.
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Hoy la pienso, sí. La escribo. Pero no la extraño ni la echo de menos. Siento que ya tuve bastante de mi madre en todo este tiempo. Que debo dejarla ir en paz y empezar, por fin, la etapa de mi vida sin ella. No sé si es lo que mi madre hubiera querido. Pero qué importa ya.
Espectacular prima, me hiciste llorar y reír a la vez. Me hiciste recordar que mamá también en algunas cosas era como ella. Tal vez la crianza de la abuela hizo que estas niñas crecieran así . Vaya uno a saber lo que pasaba por sus mentes. Lo que si te puedo decir que a pesar de su locura a vos te amaba mucho.
ResponderBorrarGracias, Paula.
ResponderBorrarHola Alba, Amiga. Soy Eliana. Tu compañera del Instituto Modelo. Jamás olvido nuestras charlas y cuando yo, angustiada por no entender la vida y a los otros humanos, mis compañeros que me hacían bullying, trataba de ser aceptada ...copiandolos. Siempre me dijiste que sea yo. Que no tratara de parecerme a nadie y que solo sea como quiero ser y con mi forma de ser.
ResponderBorrarHoy te leí en tu exorcismo y réquiem a tu madre a quien conocí y recuerdo como así también a tu papá.
Creo que al regalarme esos "consejos de vida", estabas siendo vos y cómo necesitabas y querías que la vida sea contigo. Esas hoy esas hermosas palabras de vida se las brindo a mi ahijada adolescente, y que también a veces lucha por ser aceptada.
Te confieso que me vi reflejada en tus palabras para con tu mamá. También tengo batallas con la mía y por duplicado. La asimetría de la abnegación de mi hermana hacia ella, siempre será brutal... Y motivo de pasaje de facturas eternas hacia mí. Te dejo un abrazo gigante y estemos en contacto. Eliana